Cuando leemos todos los días de Elul que “si mi propio padre y mi propia madre me dejaran, el Eterno me acogería”, cobra actualidad impensada la norma de la parashá contra un “hijo terco y rebelde (glotón y borracho) que no escucha la voz de su padre ni la voz de su madre, y ellos lo han corregido, pero él no quiere escucharles”. Versículo que nos recuerda el relato acerca de Ishmael, el primogénito de Abraham, producto de la “maternidad subrogada” de Hagar.

El Talmud nos dice que la terrible penalidad prescrita contra la delincuencia juvenil “todos los hombres de su ciudad tienen que lapidarlo, y él tiene que morir”, nunca se aplicó. Ello obliga a preguntar, ¿si la Torá no tenía intención de su implementación para qué la incluyó?

Algunos sabios nos enseñaron que es una manera de señalar la gravedad de la delincuencia juvenil y la responsabilidad de los padres en la educación de su familia. La guemará en Sanedrín, sin decirlo específicamente, enseña que el padre y la madre deben – en voz de Rabí Yehudá-, hablar con una sola voz, tener la misma estatura y aspecto (¿también en lo moral?). Sin embargo hay otras opiniones. Una de ella es la que deriva del propio texto: “Así tienes que eliminar de en medio de ti lo que es malo, y todo Israel oirá y llegará a tener miedo”. Otra, es que es preferible castigar al joven antes que se haya desarrollado en él el máximo de su capacidad delictiva ya que existe en grado importante la certeza de que un delincuente juvenil se convierta en un asesino. Sin embargo, los criminales más empedernidos se pueden arrepentir y cambiar.

Veamos como funcionaron estos principios en el caso de Ishmael acerca de quien se había anunciado que “llegará a ser un hombre [con características de] asno salvaje. Su mano estará contra todos, y la mano de todos estará contra él; y delante del rostro de todos sus hermanos residirá (con sus hostilidades)”. Cuando Hagar e Ishmael, fueron enviados al desierto bajo el sol y el agua se acabó, su madre puso al niño debajo de un arbusto, siguió adelante y se sentó sola, como a la distancia de un tiro de arco, porque decía: “Que no vea yo cuando muera el niño”. Pero, “en esto Dios oyó la voz del muchacho, y el ángel de Dios llamó a Hagar desde los cielos y le dijo: “¿Qué te pasa, Hagar? No tengas miedo, porque Dios ha escuchado la voz del muchacho allí donde está. Levántate, alza al muchacho y áselo con tu mano, porque lo constituiré en nación grande”. Entonces Dios le abrió los ojos de modo que ella alcanzara a ver un pozo de agua. Así que se fue y llenó el odre de agua y dio de beber al niño.”

El midrash nos revela que Dios juzgó a Ishmael por lo que era en ese instante y no por lo que llegaría a ser en el futuro. “Dios ha escuchado la voz del muchacho allí donde está” y no allí donde estará en el futuro. “Juzga al hombre sólo como es en este momento”. La justicia divina, que no siempre comprendemos los humanos, no usa el castigo como disuasión contra los crímenes futuros ni del delincuente ni los de otros presuntos malandrines, ya que el ser humano está capacitado para decidir por sí. Un niño obstinado y rebelde puede convertirse en un adulto responsable.

Dios tiene mayor fe en el humano que éste en Él, por lo que estamos seguros que “si mi propio padre y mi propia madre me dejaran, Dios mismo me acogerá”.

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