La primera palabra y la primera parashá del tercer libro del Pentateuco, conocido como Levítico, se llama Vayikrá como todo ese libro, y la traducimos “Llamó [el Eterno]”.
Esa primera palabra se caracteriza por una rareza textual. En los rollos de la Torá, escritos a mano por un escriba –Sofér-, con pluma y tinta sobre pergamino, la letra final de esa primera palabra siempre se escribe en tamaño extra pequeño. El alef silencioso (א) siguiendo esa tradición, también se escribe así en muchas ediciones hebreas de nuestros días.
Sin ese alef, la palabra significaría “Aconteció [el Eterno]”, pero si lleva un alef al fin de la palabra, como ya vimos, significa “[Y Dios] llamó”.
El Baal Haturim enseña bellamente que Moshé quería escribir “vayikar”, sin la alef final, como si Dios simplemente se hubiera presentado de casualidad. Pero Dios insistió, figurativamente, en incluir la alef, para que quede claro que Él no se había topado de eventualmente con Moshé sino que por lo contrario, convocó a Moshé intencionalmente. Como quien llama a un ser querido por su nombre como signo de cariño. Como solución de compromiso, acordaron incluir la letra pero reducir al mínimo su tamaño.
Lo que me encantó de esta tradición, es la ilustración del tira y afloja entre la humildad de Moshé y la insistencia divina en dar preeminencia al líder humano con mucho amor. En definitiva cada ser humano, tiene momentos de humildad y otros en los que nos hallan en encuentro accidental o fortuito.
Podemos identificarnos con la humildad de Moshé. ¿Quiénes somos, después de todo, para escuchar una llamada directa del Uno y Único? Pero en este relato, al menos, Dios insiste en lo contrario. Dios moviliza a sus queridos al servicio. Dios sabe que tenemos dones que el mundo necesita, incluso si no siempre gozamos de la capacidad de percibirlos por nosotros mismos. Nuestras vidas no son una casualidad. Estamos ubicados por una razón en nuestro espacio.
Si estamos despiertos a la presencia divina podremos sentirnos convocados, y si no, nuestra vida “simplemente sucede”.
El rav Avraham Yitzjak Kuk, sostiene que el alma está formada por diferentes letras hebreas. Al realizar una mitzvá (mandamiento), esas letras brillan intensamente. En otras palabras, cualquiera que sea la acción requerida para una buena acción o una observancia religiosa, debe reflejar una búsqueda espiritual interna, y esa exploración se expresa a través de la iluminación de las letras que forman parte de nuestra conciencia.
Quizás esta enseñanza explique por qué el alef es más pequeño. El alef es la primera letra del alfabeto y representa todas las letras y esas letras para el rav Kuk reflejan la idea del “alma resplandeciente”. El alef se distingue por estar escrito en pequeño, ya que el objetivo de las ofrendas que nos describe la parashá es agitar las “luces del alma”, figurativamente pequeñas, aunque poderosas, para acercarnos a Dios. No es de extrañar que la misma palabra korbán –sacrificio- provenga de la palabra karov – cercano, adjunto, adyacente, al alcance- de Dios.
Equilibrar adecuadamente el ego y la humildad, la conciencia de nuestra insignificancia con la de nuestro poder, y hacerlo silenciosamente, puede contener la promesa de movilizar todos los sonidos y colores posibles.
¿Qué escucharemos si tranquilizamos nuestras mentes y atendemos lo que reverbera en el alef silencioso al final de la primera palabra de esta porción de la Torá? El símbolo del amor incondicional que debemos tener por Dios y que Dios tiene por nosotros y que todos deberíamos tener por el uno al otro.
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