En nuestra Parashá vemos presentarse a quienes eran esclavos frente al monte Sinaí a recibir las Tablas de la Ley. Los ex cautivos se enfrentan a la aspiración a la trascendencia, haciendo una apuesta a extenderse en el espacio que en el desierto no tiene identidad y en el tiempo, que los llevaría a convertirse en una nación inmortal. Ese grupo humano está frente a la presentación de un Dios único, incorpóreo, inconcebible, supremo e inverosímil a la comprensión y a la imaginación humana.

La revelación dio por tierra al politeísmo de dioses y diosas asequibles a la composición humana, con los que la diversidad existente de hombres y mujeres podía adaptarse fácilmente. Sus gobernantes podrían establecer todas las normas que quisiesen sin ningún control, siguiendo sólo a sus caprichos. Aun cuando sus regímenes estuviesen disfrazados por algún modelo de democracia, supieron romper todos los valores humanos y convertirse en verdugos y asesinos. Algunos tomaron la revelación del Sinaí y la convirtieron en una mezcla híbrida de ideales monoteístas y de prácticas politeístas, nada más lejano que el original. Se sintieron monoteístas sin comprender su secreto.

La divinidad única e impensable del pueblo judío, está fuera de la razón humana y es sólo accesible a la fe. Sin embargo, cayó víctima de muchos filósofos convencidos que con una cultura secularizada desaparecerían la violencia y las matanzas que trajeron consigo el fanatismo religioso, las prácticas inquisitoriales y las guerras de religión.  Nuestra generación es triste testigo del fracaso de ese pensamiento.

En lugar de traer el edén la tierra, trajeron las tinieblas ya descritas en la pesadilla dantesca de la Comedia, los palacios y cámaras del placer y la tortura. El mundo poco a poco fue siendo dominado por el espíritu del mal, la brutalidad, la destrucción, lo que alcanzará su arquetipo con las aniquilaciones de las conflagraciones mundiales, los hornos crematorios nazis y el Gulag soviético. Y que continúa en nuestros días con las matanzas, de minorías nacionales, que no conmueven al mundo civilizado. No es cierto lo que accionaron tantos preceptores y filósofos optimistas, que una educación liberal, al alcance de todos, garantizaría un futuro de avance, de armonía, de independencia, de igualdad de oportunidades en las democracias modernas. Lo comprobamos todos los días. Si queremos rescatar nuestra cultura, deberemos regresar a la revelación del Sinaí. Cuando este Shabat oigamos nuevamente la lectura de los Diez Mandamientos volveremos a ocupar el lugar que tuvimos en el momento de la revelación. Y exclamaremos “naasé venishmá” haremos y estudiaremos lo percibido, para regresar a ser lo que siempre debimos.

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